jueves, 29 de abril de 2010

Umberto Eco

He vuelto a leer El nombre de la rosa, y aunque me acordaba cómo terminaba - no solo por haberla leído hace tiempo, sino por haber visto después la película en la que Sean Connery interpretaba al franciscano Guillermo de Baskerville - cosa mala en un libro de intriga como éste, me ha sorprendido lo mucho que he aprendido con esta relectura:

Lo que representaban las bibliotecas en la antigüedad, y lo controlado que estaba el saber. Al quemarse la biblioteca de la abadía, se pierden de forma definitiva conocimientos de siglos, porque se trataba de manuscritos y ejemplares únicos; algo parecido a lo sucedido siglos antes en Alejandría. Hoy con Internet, el saber, la acumulación de conocimientos, está difuso, almacenado en millones de ordenadores personales, en servidores, algunos en el cielo ("cloud computing"); está extendido; es accesible y disperso, con lo que nadie tiene el monopolio de su interpretación, ni puede perderse de un plumazo.

También he aprendido de Historia - con mayúscula - de la Edad Media, de Europa, y sobre todo de la Iglesia: viene muy bien, y como comenté al hablar de Fundada sobre roca, nos enorgullece y nos tranquiliza.

Finalmente, me ha hecho reflexionar, y eso es lo mejor... El poso que me ha dejado haber dedicado unas horas al libro: sobre erudición y la fuerza oculta de las palabras, sobre enigmas y laberintos, de actitudes buenas y malas, sobre el poder creador del escepticismo, y la duda como actitud frente a lo aparente.

Concluir diciendo que Eco, ha logrado una obra extraordinaria con esta primera novela publicada hace treinta años: por su lenguaje, por su cultura - sin petulancias ni arabescos -, por la forma de crear tramas y recrear ambientes y situaciones. Como dice con sus propias palabras: "por haber descubierto en edad madura, aquello sobre lo que no se puede teorizar, aquello que hay que narrar".

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